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INTRODUCCIÓN 
La ciencia ficción en sí tiene ciertas satisfacciones peculiares. Es posible que al tratar de expresar la tecnología del futuro se acierte. Si después de haber escrito una historia determinada se vive lo bastante, se puede tener la satisfacción de comprobar que tus profecías eran razonablemente acertadas y que a uno se le considere como un profeta menor. Esto me ha sucedido a mí con mis historias de robots, de las que Rima ligera (incluida aquí) es un ejemplo. Empecé a escribir historias de robots en 1939, cuando tenía 19 años. Desde el primer momento, los imaginé como máquinas cuidadosamente construidas por ingenieros, con protección inherente que llamé «Las tres leyes de la Robótica». (Al hacerlo, fui el primero en utilizar la palabra «robótica», en mi obra impresa, y esto tuvo lugar en el número de marzo de Asombrosa Ciencia Ficción, en 1942.) Ocurrió que los robots, del tipo que fueren, no resultaron verdaderamente prácticos hasta mediada la década de los años setenta cuando empezó a utilizarse el microchip. Solamente esto hizo posible producir computadoras lo bastante pequeñas y baratas para que, poseyendo la potencialidad para una suficiente capacidad y versatilidad, controlaran un robot a precio no prohibitivo. Ahora tenemos máquinas llamadas robots, controladas por computadoras y utilizadas en la industria. Realizan, cada vez más, trabajos simples y fastidiosos en las cadenas de montaje, hacen el trabajo de fresadoras, pulidoras, soldadoras y demás y son de creciente importancia para la economía. Los robots son ahora un campo de estudio reconocido y se les aplica la palabra precisa que inventé: robótica. Estamos, naturalmente, sólo en el principio del principio de la revolución robótica. Los robots utilizados ahora son poco más que palancas computerizadas. Están muy lejos de que se les reconozca la complejidad necesaria que justifique la introducción en ellos de «las tres leyes».