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Gilberto Alfonso Jiménez se despierta día a día con poco abrigo, un día con más frío que otro, pero al final siempre con frío, o quizás como él dice “a veces no quisiera despertar”. Su historia es menos común que la de cualquiera de nosotros. No fue nunca como la de aquellos cuentos que le leía su madre cuando pequeño, simplemente porque siempre tenían un final feliz y la historia de él jamás la tuvo.

Pasa la vida entera tras ojos de vidas que a diario cumplen una y otra rutina, unos estudian, otros trabajan, otros simplemente pasan su tiempo disfrutando del dinero que poseen y sin mucho problema le cantan a la vida y a su vez la vida les canta a ellos, pero en tierras de olvido se encuentran otros a los que ella no les sonrió, como lo es el caso de Gilberto Alfonso Jiménez, uno de los muchos Colombianos cuya rutina es totalmente opuesta a la de los ejecutivos, trabajadores y estudiantes que cuentan con la suerte de encontrar un trabajo o una vida digna en nuestra ciudad, de gente que a pesar de los problemas lucha y lo más importante, es capaz de soñar.

Inició como un dulce y mágico cuento, y en sus ojos una luz magnánima que dejaba ver la felicidad que solo puede transmitir una persona con una vida en paz, y hasta el momento solo empeora cada vez. Su historia inicia en un pueblo en el Meta, un lugar pacifico y como muchos de los de Colombia lleno de gente pujante. 

Una casa con un gran jardín en la parte trasera donde su madre sembraba tulipanes (sus flores favoritas) y con gallos en un corral junto a las flores que muy puntuales a las 5 de la mañana, anunciaban la llegada de un nuevo día. Un río que le daba a este lugar un ambiente melodioso y era la gran dicha de muchos de los niños vecinos del lugar “la casa donde yo era feliz” manifiesta Gilberto, quien vivía en este lugar con su madre, con la mirada ya no tan feliz, tras un 14 de febrero, el día en que falleció su padre hace algunos años,
Un día muy común para él. Sin saber que sería ese el día más triste y definitivo de su vida, mientras se duchaba escuchó el grito de su madre, quizás el grito más estremecedor que nunca hubiera escuchado. Con prisa y aterrado corrió a indagar el motivo de éste, y en pocos segundos su madre se desvaneció ante él. La muerte ese día merodeaba por la casa de Gilberto y sus ojos presenciaron lo que no debían, porque la violencia no tiene derecho a violar la felicidad que nace con nosotros y arrebatárnosla de esta manera. Los problemas de muchos no tienen por qué afectarnos y derrumbar vidas y esperanzas. En esos momentos, el instinto de supervivencia fue muy fuerte en Gilberto, así que su única reacción fue correr por su vida, después de ser amenazado por gente sin escrúpulos. Hoy, su casa es uno de los puentes de Bogotá.

Tras convertirse en uno más de los desplazados de Colombia, ya sus ojos transmitían otra clase de sentimientos; ya nada era lo mismo y esa sensación de impotencia se apoderaba de su alma, su mirada albergaba cosas totalmente ambivalentes, tristeza, rencor, dolor, y al mismo tiempo ganas de luchar, sin embargo pocas cosas buenas transmitían esos ojos. De lo que había antes, ya poco quedaba. Al llegar a Bogotá, tenía la esperanza de contar con la ayuda de alguna de las organizaciones que tanto se promocionan a sí mismas. Para su sorpresa, se encontró con “mentiras y babosadas” como él mismo nos cuenta. La primera noche sin mucha experiencia en este “estilo” de vida durmió en un parque solitario. Al siguiente día inició una travesía que se le antojaba más imposible cada segundo, “ni trabajo, ni ayud… piden una carrera y años de experiencia, y para lo único que yo estudie fue para vivir en mi tierrita, yo nada más tengo quinto de primaria encima”. Gilberto sólo aprendió lo necesario para buscar su felicidad individual.

Para el medio día ya su cuerpo reclamaba comida, -¡después de todo dos días sin comer se deben sentir entre tanta angustia!-, la ayuda que él buscaba jamás llegó, suplicar un pan y llorar por un vaso de agua fueron acciones que no temió hacer y que se convirtieron en su rutina diaria durante casi un mes mientras todavía esperaba la llegada de aquella ayuda, y yo entonces me pregunto ¿Dónde estaban las entidades de ayuda en ese momento?, los cimientos del que él denomina su hogar fueron mejorando , sus paredes en bolsa plástica protegían algunas de sus adquisiciones callejeras y sus amigos de la calle ya habían aumentado, su “hogar”. Contaba con un reducido espacio, luz natural, su techo era el de un puente, y bastantes vecinos con poca suerte como la de él, vivían junto a su “hogar”.

La venta de droga se convirtió en su sustento y único ingreso, luego comenzó su nuevo trabajo alterno en los semáforos en la calle y como él dice “ a uno le toca rebuscársela sino aquí me muero de hambre” , finalmente un día cuando la esperanza y ganas ya no cobran tanta fuerza como al principio, la única ayuda que encontró fue la de una mujer que un día lo vio en un semáforo. Gilberto nos cuenta que ese día se llenó un poco más de ilusiones y lo hizo pensar por un instante que no todo es malo y que todavía hay gente dispuesta a colaborar. Esta mujer lo llevó a una fundación donde le prestaron ropa y donde se bañaba, y es así, como su rutina transcurre entre su residencia y sus días que a veces se pasan en un puente y otras un semáforo de las calles capitalinas. Así transcurre la vida olvidada e ignorada de otro más de los Colombianos al que obligado le tocó ver sus sueños desvanecerse y volver a reescribir su historia, no tan feliz pero como observamos al interactuar con él, una historia llevada con orgullo y humor que no se apaga a pesar de los dolores que carga su vida .
Muchos en estos momentos estarán recibiendo un titulo, un salario e infinidad de cosas que despiertan admiración en muchos, a mi manera de ver, en mí despierta mas admiración la vida de personas que viven un dolor como el que vive Gilberto y sin duda miles de desplazados por la violencia que se encuentran en su misma situación. 


PORE JEN PLO LA BIDA DE MIMEJOR AMIGA ES MUI CONPLICADA TIENE QUE IR AN DANDO ASU CASA CE ESTA MUI LEJOS. YA ES UN EJENPLO